Revista de la Sala Constitucional / ISSN: 2215-5724 / No. 1 (2019)
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Dr. Luis Antonio Sobrado González**
Presidente del Tribunal Supremo de Elecciones
Resumen:
A partir de la exposición de la institucionalidad electoral latinoamericana en
donde se distinguen dos fórmulas: la unificada, que concentra en un solo
organismo autónomo la administración y la jurisdicción electoral; y la
diversificada, que supone una instancia de administración electoral
orgánicamente separada de una jurisdicción electoral especializada, se analiza
la institucionalidad electoral en Costa Rica, su autonomía y el deslinde de
competencias entre lo constitucional y lo electoral, en este caso en particular.
Abstract:
It analyzes the electoral institution in Costa Rica, its autonomy and the
boundary of powers between constitutional and electoral matters in this
particular case by means of presenting Latin American, electoral institutions in
which two formulas can be distinguished: the unified formula which concentrates
in one autonomous body the electoral administration and jurisdiction; and the
diversified formula which entails an electoral administration body organically
separated from a specialized electoral jurisdiction.
1.
Introducción.
Newton postulaba, en su tercera ley del movimiento, que cuando un cuerpo ejerce
una fuerza sobre otro, este ejerce sobre el primero una fuerza igual y de
sentido opuesto.
Me sirvo de esta regla de la física a modo de metáfora de lo sucedido a los
organismos electorales latinoamericanos en su historia reciente.
A partir de la década de los setenta, con la
tercera ola democrática, la mayoría
de esos organismos enfrentaron la necesidad de consolidar una institucionalidad
con capacidad para organizar y juzgar procesos electorales confiables y
legítimos (Picado y Aguilar, 2012, p. 117).
Se trata de una evolución cuyos positivos resultados son plenamente reconocibles
a finales del siglo XX; época en que esa institucionalidad inicia una etapa de
expansión de sus competencias y diversificación de su agenda. La jurisprudencia,
las decisiones administrativas de los organismos electorales y las reformas
legales que impulsan denotan un interés regional convergente en temas como la
democracia interna de los partidos, el control de su financiamiento, la equidad
de las elecciones y la desigualdad de género en la competencia política. Interés
que se traduce, en la primera década de este siglo, en crecientes atribuciones
de la institucionalidad electoral para incursionar en esos ámbitos, como también
en la formación política y ciudadana, otrora espacio reservado a las
agrupaciones políticas.
Era de esperar que esa acción provocara una reacción. Como bien lo apunta el
maestro Nohlen:
…la enorme ampliación de las competencias de los órganos de administración y
jurisdicción electoral... hace sugestivo tratar de influir en sus decisiones,
contraponiéndose así al propio fortalecimiento de la justicia electoral en el
sentido de su mayor independencia y autonomía. Cuando ella no solo es
responsable de organizar y controlar el proceso electoral conforme a parámetros
del Estado de derecho sino incide también en los partidos políticos, en su vida
interna, en su financiación y en las campañas electorales, entonces toma
decisiones en un campo políticamente muy sensible ... No cabe duda que el mayor
desafío de la justicia electoral en América Latina consiste en el mantenimiento
de su independencia frente al poder político que en algunos países de América
Latina ya no existe. Se puede decir que haber conseguido esta independencia en
casi todos los países de la región durante los años noventa, ha sido la
precondición necesaria para el desempeño regional positivo de las instituciones
de la justicia electoral. Sin embargo, este logro no fue acompañado de la
convicción realmente generalizada de que los actores políticos estén
subordinados a las reglas. Sigue vigente la idea de que las reglas son
disponibles y adaptables a los intereses de los actores políticos. (2017, p.
15).
En este orden de ideas no sorprende que, aun en los primeros años del siglo XXI,
los organismos electorales seguían percibiendo a esos actores políticos como la
principal amenaza a su autonomía, que podía concretarse de muy diversas formas:
cuotas partidarias en el nombramiento de magistrados electorales,
estrangulamiento presupuestario, modificaciones legales acomodaticias, etc.
Esta percepción tiende a variar en la presente década. No es casual que en el
congreso del Consejo Europeo de Investigaciones Sociales en América Latina
(CEISAL) de 2016, celebrado en Salamanca, las cuatro autoridades electorales
latinoamericanas que coincidimos en una mesa de trabajo unánimemente
reenfocábamos la cuestión, dirigiendo la mirada hacia la jurisdicción
constitucional de nuestros países.
Y es que no son escasos los ejemplos regionales que evidencian el deseo de
muchos jueces constitucionales de influir en el ámbito electoral; predisposición
que ha supuesto, a juicio de sus pares electorales, ir más allá de las
delimitaciones competenciales constitucionalmente previstas, en demérito de la
actuación autónoma de los organismos electorales.
¿Qué hay detrás de ello? Aunque un cúmulo de factores podría estar involucrado y
no obstante la diversidad de circunstancias que rodean cada caso particular, me
aventuro a decir que ahora son menos probables los manotazos directos de los
poderes Ejecutivo y Legislativo contra las autoridades electorales. No solo
causan indignación popular, sino que hoy la justicia constitucional actúa como
un resguardo y remedio efectivo. No obstante, conjurado en cierta medida ese
riesgo, aparece uno distinto: el paradójico desencuentro entre las
jurisdicciones constitucional y electoral.
Puestos a hipotetizar, ese desencuentro obedecería a circunstancias más ligadas
al afán de poder y protagonismo de los seres humanos y sus instituciones. Sin
embargo, también estaría en juego un emergente activismo judicial, alentado por
la crisis de la representación política que se agudizó en la América Latina de
los tiempos bolivarianos. En el peor de los escenarios, algunos jueces de la
región (electorales o constitucionales) podrían estar siendo influidos por los
actores políticos y sirviendo de vehículo a sus intereses.
Tengamos en cuenta, a propósito de esto, el desencanto con la democracia que
sucede a esa tercera ola. La
regularización constitucional no condujo a una mayor calidad de vida de sus
habitantes. Permanecimos en la triste condición de sobresalir en los índices
mundiales de desigualdad, violencia y corrupción, con el consecuente
agravamiento de la desconfianza en las clases políticas, los partidos y los
parlamentos.
Ese contexto podría estar seduciendo a los jueces de ambos bandos a ocupar esos
campos vacíos de credibilidad ciudadana. A posicionarse como decisores políticos
y no como simples contralores de los representantes populares, a contrapelo de
la lógica democrática, que les encomienda a estos últimos discernir la voluntad
general. En palabras del mismo Nohlen (2017, pp. 16-17), este abandono del
selfrestraint judicial se inscribe en
un fenómeno de creciente judicialización de la política, en donde los tribunales
constitucionales y electorales “a veces se portan como actores opuestos”.
Judicialización de la política que, en la cultura regional, “tiende a coincidir…
dialécticamente con mayor politización de la justicia. Esta interrelación
produce una creciente y contradictoria diversidad de normas y su interpretación
se realiza acorde con la coyuntura política” (Nohlen, 2017, pp. 16-17).
La hostilidad entre jueces electorales y constitucionales tiende entonces a
traducirse en un inapropiado pulso en la cúspide del Estado, parcialmente cedida
-en repliegue- por una clase política debilitada.
Para comprender este pulso, en lo que resta de esta exposición analizaré la
autonomía de los organismos electorales, el deslinde de competencias entre esas
jurisdicciones, su desencuentro en Costa Rica y, finalmente, plantearé una
reflexión sobre el particular.
2. El modelo latinoamericano de institucionalidad electoral y la autonomía de la
jurisdicción electoral.
América Latina exhibe un modelo original de organización electoral, fruto del
deseo (históricamente comprensible) de apartar al Poder Ejecutivo de la
organización de las elecciones y al Legislativo de su calificación. Se
caracteriza por la existencia de organismos
permanentes y
especializados que gestionan
autónomamente la función electoral y,
en ciertos casos, también el registro civil. Se trata de órganos
constitucionales, es decir, previstos y regulados directamente por las
respectivas constituciones. Algunas de estas refuerzan su connatural
independencia orgánica reconociendo a esos organismos como “Poder Electoral”
-Nicaragua y Venezuela- (con lo que no solo se rompe la tradicional visión
tripartita de las funciones del Estado, sino que se amplía la tríada clásica de
sus poderes) o atribuyéndoles expresamente “el rango e independencia de los
Poderes del Estado” -Costa Rica- (Sobrado, 2006, p. 20).
De acuerdo con Orozco este modelo puede considerarse:
…como una de las aportaciones más significativas de la región a la ciencia
política y al derecho electoral, al haberse constituido en un factor importante
para los recientes procesos de redemocratización y consolidación democrática en
América Latina, así como a la vigencia del Estado de derecho y a la consiguiente
solución de los conflictos electorales por vías institucionales. (2001, p. 47).
No obstante, podemos distinguir dos fórmulas diferenciadas de ese modelo
regional común: la unificada, que
concentra en un solo organismo autónomo la administración y la jurisdicción
electorales (como sucede en todos los países centroamericanos y algunos de
Suramérica), de la diversificada, que
supone una instancia de administración electoral orgánicamente separada de una
jurisdicción electoral especializada, ya sea autónoma (como el Jurado Nacional
de Elecciones de Perú) o incrustada en el Poder Judicial (como el Tribunal
Electoral del Poder Judicial de la Federación de México).
La creación de la jurisdicción electoral fue la manera en que América Latina
superó el contencioso clásico o político que predominara en el siglo XIX.
Supuso investir a jueces independientes y profesionales (ubicados dentro
o fuera de la esfera judicial) con la responsabilidad de arbitrar, con
objetividad y criterio técnico-jurídico, los conflictos electorales.
La autonomía de esos jueces supone, ante todo, estar únicamente sometidos a las
normas jurídicas al momento de sentenciar las causas.
Si bien el principio autonómico no es necesariamente incompatible con la
previsión de medios de impugnación contra lo resuelto por la jurisdicción
electoral, se garantiza “una mayor independencia funcional, al no dejar tales
decisiones sujetas a revisiones ni modificaciones por parte de ningún otro
órgano” (IDEA, 2011, p. 22).
Con la convicción que lo caracterizaba, nos decía Urruty (2007, p. 15) que, “aun
cuando se establezca a texto expreso que el organismo electoral es el competente
para decidir en materia electoral, la realidad indica que el verdadero órgano
supremo, que termina resolviendo la contienda electoral, es el llamado a
resolver el recurso”. Y es lo cierto que, con la habilitación para impugnarla,
la decisión electoral se torna frágil y provisional, dado que solo se consolida
cuando logre atravesar el tamiz de jueces no especializados.
En ese orden de consideraciones, luce contradictoria con el proceso de
especialización y autonomía de los jueces electorales la posibilidad, aun
vigente en varios ordenamientos regionales, de que tribunales de otro tipo
revisen las resoluciones de los electorales. Según lo apuntaba en otra ocasión,
esto se justificaría en la etapa de transición del contencioso político al
contencioso judicializado, pero, en el estado actual de evolución, está
plenamente justificado que la jurisdicción electoral resuelva en forma terminal
los conflictos propios de su competencia (Sobrado, 2010, pp. 36-37).
Con independencia de estas consideraciones de
lege ferenda, me atrevo a postular,
como máxima hermenéutica que debería respetarse, el imperativo de interpretar
restrictivamente las normas que autoricen esas intervenciones revisoras. Ello
deriva, a mi juicio, de que la electoral no es solamente una jurisdicción
especializada. Goza, además, de rango constitucional y opera como garantía
institucional de la vigencia democrática, lo que le confiere una singular
relevancia, así como preminencia sobre jueces de otra naturaleza. Esto se
refuerza en un país como el mío, en donde la justicia electoral la imparten
magistrados que encabezan un órgano con el rango e independencia de poder
estatal; condición que ni siquiera la jurisdicción constitucional, que está a
cargo de una sala de la Corte Suprema de Justicia, ostenta.
3. La compleja convivencia de las jurisdicciones constitucional y electoral.
Decía en un trabajo anterior que el deslinde de competencias entre la
jurisdicción electoral y la constitucional no resulta conceptualmente fácil y es
motivo frecuente de conflictos y de debates académicos recurrentes.
No es extraño observar que la autonomía de los jueces electorales
latinoamericanos suele estar matizada por la capacidad de los tribunales, cortes
o salas constitucionales de incidir en la materia electoral. En algunos casos,
la jurisprudencia y aun las decisiones concretas de aquellos son revisables por
estos; en otros, la jurisdicción constitucional se considera competente para
conocer, por la vía del recurso de amparo, de acciones u omisiones que afecten
derechos fundamentales de carácter político, aunque tengan relación directa con
lo electoral (cuando, por ejemplo, provengan de un partido político); y, en casi
todos los ordenamientos que interesan, los jueces constitucionales son los
únicos llamados a valorar la constitucionalidad del ordenamiento electoral,
incluidas las normas de los estatutos partidarios.
Sin embargo, la maduración de una auténtica y confiable jurisdicción electoral
latinoamericana lleva naturalmente aparejada una paulatina desaparición de ese
tutelaje y la plena afirmación del carácter exclusivo y excluyente de sus
potestades, aun frente a la jurisdicción constitucional. Esto conduce a
entender, en primer lugar, que las sentencias dictadas a propósito del
contencioso electoral deberían, en todos los supuestos, resultar inmunes al
control de los jueces constitucionales; y, en segundo lugar, que cualquier
reclamo o conflicto dotado de electoralidad, inclusive si media la afectación de
derechos políticos, habría de canalizarse a través del contencioso electoral y
no de los procedimientos usuales de la jurisdicción constitucional de la
libertad, salvo que el propio juez electoral decline su competencia. Finalmente,
ante la declaración que hacen algunas constituciones del área, en el sentido de
que la interpretación de la normativa electoral compete privativamente al
tribunal electoral, es defendible la tesis según la cual el control de la
constitucionalidad de las leyes y demás normas electorales únicamente debería
estar a cargo de ese mismo tribunal.
En esa oportunidad agregaba que desembarazar al contencioso electoral de una
ulterior revisión de lo decidido ante el tribunal, corte o sala constitucional
de aquellos países que así lo prevén, contribuye también a racionalizar las
instancias recursivas y de esa manera a una justicia electoral más expedita.
Esto, que es una característica esperable de cualquier forma de administración
de justicia, tiene una singular importancia tratándose de la electoral, porque
la pronta resolución de los litigios condiciona la declaratoria de elección
respectiva que, de no darse oportunamente, provoca un vacío de autoridad
gubernamental de incalculables consecuencias (Sobrado, 2006, pp. 171-172).
Esta posible evolución normativa no se ha concretado en América Latina ni figura
en las actuales agendas de reforma electoral. A ello se agrega que, durante la
década en curso, los tribunales constitucionales centroamericanos no solo no
hacen suya la prudente regla hermenéutica que postulaba líneas atrás, sino que
se evidencia en ellos una clara tendencia invasiva respecto de competencias
expresamente tasadas como exclusivas y excluyentes de los tribunales
electorales.
Tengamos presente, a modo de ejemplo, que la jurisdicción constitucional anuló
una sentencia interpretativa del organismo electoral, así como algunas de sus
determinaciones respecto de la realización de referendos (Costa Rica). Que dejó
sin efecto órdenes de suspensión de propaganda política irregular (Panamá). Que
impuso reescrutinios y decidió sobre la cancelación del registro de partidos
políticos (El Salvador). Y que forzó la inscripción de candidaturas inviables, a
través de sentencias de una cuestionada fundamentación, que anularon normas
incluso de jerarquía constitucional (Honduras).
Pero este fenómeno tiende a expandirse más allá de las fronteras
centroamericanas. Lo ilustra el caso peruano, en donde la justicia
constitucional afirmó su competencia para controlar las actuaciones del Jurado
Nacional de Elecciones, en detrimento de la disposición del Código Procesal
Constitucional que impedía esa revisión. Más recientemente, el embate lo sufrió
el Tribunal Superior Electoral de la República Dominicana. Decisiones suyas, en
torno al proceso de renovación de las estructuras internas de un partido y a
modificaciones estatutarias, fueron revocadas por los jueces constitucionales, a
pesar de que la propia Constitución del país señala que compete a ese Tribunal
Superior “juzgar y decidir con carácter definitivo sobre los asuntos contencioso
electorales y estatuir sobre los diferendos que surjan a lo interno de los
partidos, agrupaciones y movimientos políticos o entre éstos”.
4. Apuntes preliminares sobre el caso costarricense.
El Tribunal Supremo de Elecciones de Costa Rica (TSE) surgió con la Constitución
Política de 1949 bajo la fórmula unificada. Su adecuado diseño y su exitoso
desempeño ha sido un factor importante para la consolidación de la democracia
más longeva y estable de América Latina.
Una de las claves de ese éxito fue la decisión constituyente de establecer, a
texto expreso, el principio de “Autonomía de la función electoral” (art. 95.1),
entendida como la “organización, dirección y vigilancia de los actos relativos
al sufragio” y que se encarga al TSE para que la ejerza con “independencia”
(art. 99). Esa autonomía se rodeó de una serie de excepcionales garantías. Para
los efectos de esta exposición, me concentraré en la estipulada en el artículo
103 constitucional, que declara que sus resoluciones “no tienen recurso”.
A nivel legal, ese principio se concretó, en primer lugar, excluyendo a los
actos electorales del control de legalidad contencioso-administrativo, al
prevérsele únicamente respecto del ejercicio (instrumental) de función
administrativa por parte del TSE (art. 1 del Código Procesal
Contencioso-administrativo). Y, en segundo lugar, declarando legalmente
improcedentes los recursos de amparo y las acciones de inconstitucionalidad que
se intentaran contra los actos y disposiciones del TSE en materia electoral
(arts. 30.d y 74 de la Ley de la Jurisdicción Constitucional).
Sobre la base de esas disposiciones y en una sentencia cercana a su creación
(n.º 3194-92), la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia delimitó
el ámbito de actuación del TSE que resulta inimpugnable ante ella: sus actos
subjetivos, reglamentos y resoluciones jurisdiccionales propios de la esfera
electoral, así como la interpretación normativa involucrada en esas actuaciones.
Son revisables, en cambio, los actos del TSE de naturaleza registral y los
relativos al discernimiento de la nacionalidad, como también -agregaría yo- los
que supongan el ejercicio de función administrativa pura o instrumental. Por
último, en esa oportunidad la Sala precisó que preserva su potestad de controlar
la constitucionalidad de las normas electorales, lo que comprende las
disposiciones no escritas que deriven de los precedentes y la jurisprudencia
electoral. Sobre este último punto, conviene aclarar que el TSE entiende (desde
su sentencia n.º 393-E-2000) que, con motivo de la tramitación de recursos de
amparo electorales y por propia autoridad, puede -y debe- desaplicar para el
caso concreto normas partidarias contrarias a la Constitución, sin perjuicio de
que estas puedan ser posteriormente conocidas, en una perspectiva de anulación
general y definitiva, por la Sala.
Similar relevancia tuvo la sentencia n.º 2150-92 de la Sala Constitucional, al
determinar que corresponde al TSE arbitrar los conflictos electorales,
incluyendo los suscitados dentro de los partidos; y que solo en los casos en que
el TSE decline su competencia natural se abre la de la Sala para conocer sobre
el particular, si media la lesión a derechos fundamentales.
La claridad y vigencia por dos décadas de estos hitos jurisprudenciales de 1992,
desproblematizaron la cuestión, facilitaron la expansión de la competencia
jurisdiccional del TSE (positivada en el Código Electoral de 2009) y preservaron
satisfactoriamente su autonomía (Sobrado, 2011, p. 256). Estas y otras
resoluciones posteriores de ambos tribunales supusieron un fecundo diálogo
interjurisdiccional con el que, “con gran madurez y respeto” (según palabras de
la Sala Constitucional), se fueron reduciendo las zonas grises y se precisaron
de mejor manera sus fronteras competenciales (Sobrado, 2011, p. 254). Diálogo
presidido por una sana autocontención de ambas partes, en procura de preservar
los equilibrios y no debilitar la autoridad superior de dos instituciones clave
en la promoción de la democracia y en la defensa de la Constitución y de los
derechos fundamentales.
No obstante, paralelamente a la renovación generacional de la Sala
Constitucional, este cuadro empieza a resquebrajarse en el año 2010. A partir de
ese momento, se ha estado replanteando ese balance. Aunque sus resoluciones
denotan posiciones oscilantes, por la fragilidad de las mayorías que las
sustentan, sin duda predomina el activismo judicial de la tesis “revisionista”.
En esa línea, ya mencionamos dos precedentes: la anulación de resoluciones del
TSE en materia de referéndum (a partir del voto n.º 2010-13313) y de una
sentencia suya de carácter interpretativo (voto n.º 2015-16070). Ahora me
concentraré en lo resuelto por la Sala bajo el voto n.º 2014-17833 que sostuvo
que las sentencias del TSE que anulan o cancelan credenciales de funcionarios de
elección popular son discutibles ante la jurisdicción
contencioso-administrativa; posición que también expuso la Sala Primera de la
misma Corte Suprema de Justicia (encargada de conocer la casación en materia
contencioso-administrativa, civil y agraria) en su voto n.º 000800-C-S1-2014.
Esa última resolución de la Constitucional, cuya parte considerativa fue
comunicada casi treinta y un meses después de adoptada, justifica lo así
definido alegando que anular o cancelar credenciales es una actividad
típicamente administrativa y no electoral, aunque sea dispuesto por el TSE y
esté legalmente incorporado a la justicia electoral.
Para poder confrontar adecuadamente esa definición, debo examinar antes los
dilemas que plantea el principio de irrecurribilidad cuando se trata de
organismos electorales unificados, como lo es el TSE.
5. Principio de irrecurribilidad y fórmula unificada.
La fórmula unificada de organización electoral que siguen algunos países
latinoamericanos tiene obvias ventajas. Abona, por ejemplo, la eficiencia de la
gestión institucional y evita el clima de conflictividad endémica que
caracteriza a algunos organismos electorales diversificados.
Sin embargo, es también de reconocer que se aleja de la ortodoxia del principio
de división de poderes. Ya el Barón de Montesquieu, en
El espíritu de las leyes, nos
advertía:
no hay libertad, si la potestad de juzgar no está separada de la potestad
legislativa y de la ejecutiva. Si estuviese unida a la potestad legislativa, el
poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario, debido a
que el juez sería el legislador. Si se uniera a la potestad ejecutiva, el juez
podría tener la fuerza de un opresor. (Libro XI, capítulo 6).
Es lo cierto que si los mismos funcionarios que administran las elecciones son
quienes, simultáneamente, imparten justicia electoral, se crea una zona de
inmunidad al control jurídico de los respectivos actos de administración
electoral. Situación que, como aconteció en el caso “Yatama vs. Nicaragua”, abre
las puertas para reprochar la vulneración de la Convención Americana sobre
Derechos Humanos que prescribe el derecho de toda persona a “un recurso sencillo
y rápido o a cualquier otro recurso efectivo ante los jueces o tribunales
competentes, que la ampare contra actos que violen sus derechos fundamentales
reconocidos por la Constitución, la ley o la presente Convención, aún cuando tal
violación sea cometida por personas que actúen en ejercicio de sus funciones
oficiales” (art. 25).
Soy de la opinión que la manera sabia de afrontar ese dilema no es hacer
implosionar la fórmula unificada ni sacrificar el principio de irrecurribilidad,
por lo menos en aquellas latitudes donde ha funcionado adecuadamente y forma
parte de una provechosa tradición jurídico-política. De lo que se trata es de
encontrar mecanismos inteligentes de reingeniería institucional que, manteniendo
las fortalezas de esta fórmula, atiendan ese legítimo reproche.
Uno de esos mecanismos lo exploró precisamente la República Dominicana,
dividiendo su Junta Central Electoral en dos Cámaras (Administrativa y
Contenciosa); solución que, empero, resultó fallida y el país finalmente migró a
la fórmula diversificada.
Otro ejemplo lo proporciona justamente Costa Rica, a partir de la creación del
Registro Electoral con la promulgación en 2009 del Código Electoral vigente.
Este Registro pasó a ser la instancia fundamental de administración electoral,
responsable directo de las decisiones susceptibles de afectar los derechos e
intereses concretos de los actores de los comicios (inscripción de partidos y
candidatos, gestión de los programas electorales, fiscalización del
financiamiento de las agrupaciones políticas, imposición de multas por faltas
electorales, etc.).
Ciertamente, los magistrados electorales conservaron su rol de dirección
superior, incluyendo la potestad de reglamentar la función electoral. No
obstante, quedaron perfilados, ante todo, como jueces especializados que
imparten justicia electoral en forma concentrada y “de manera exclusiva y
excluyente” (art. 219 del Código Electoral), por intermedio de procesos que
disciplina ese mismo cuerpo legal y que desembocan en sentencias dotadas de
autoridad de cosa juzgada material. Sentencias que carecen de recurso y de la
posibilidad de su revisión judicial ulterior; sin embargo, puede gestionarse su
adición o aclaración, dentro del plazo de tres días luego de comunicada la
sentencia (art. 223 del Código Electoral).
La justicia electoral costarricense comprende distintos procesos, que podemos
distinguir y agrupar del siguiente modo:
a)
Recurso de amparo electoral:
sirve para tutelar los derechos fundamentales de naturaleza político-electoral,
en especial (aunque no exclusivamente) cuando los vulneren o amenacen los
partidos políticos.
b)
Contencioso electoral en sentido
estricto: se refiere a la demanda de nulidad (vinculada con los resultados
electorales y la aptitud legal de los candidatos virtualmente electos) y al
recurso de apelación electoral (como control de legalidad de cualquier acto de
la administración electoral o de agentes externos con atribuciones en la
materia).
c)
Acción de nulidad de acuerdos
partidarios: también consiste en un control de legalidad, desplegado en este
caso respecto de las actuaciones partidarias relacionadas con los procesos
internos de selección de autoridades y de postulación de candidatos a cargos de
elección popular.
d)
Procesos sancionatorios: se
trata de la resolución de denuncias por beligerancia política de los
funcionarios públicos, así como de la cancelación o anulación de las
credenciales de aquellos que son de elección popular.
Según lo explico en un texto recientemente publicado (Sobrado, 2018), los
primeros tres de esos procesos jurisdiccionales tienen, como característica
compartida, el ser mecanismos de revisión, a cargo de los magistrados
electorales, de lo actuado u omitido por la administración electoral inferior,
los partidos políticos u otros sujetos.
En cambio, los de beligerancia política
y cancelación o anulación de credenciales
se distinguen por ser procesos de naturaleza sancionatoria en los que,
independientemente de quien denuncia o insta la intervención jurisdiccional, el
juez electoral impone un castigo al trasgresor, sea, adopta directamente una
decisión que afecta a una o varias personas en particular.
Esto planteaba el dilema de entender que las sentencias del TSE en este ámbito
sancionatorio sí resultaban revisables en la órbita judicial (contradiciendo el
mandato de irrecurribilidad del artículo 103 constitucional) o pasar por alto el
ya citado numeral 25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (al
negarse el derecho a recurrir un acto de gravamen).
Por otro lado, el TSE era consciente de que, como parte del control de
convencionalidad que deben aplicar los órganos que administran justicia, es
necesario armonizar el ordenamiento interno con el derecho internacional de los
derechos humanos (entre otros, véanse las consideraciones de los fallos de la
Corte Interamericana de Derechos Humanos en los casos “Almonacid Arellano y
otros vs. Chile” y “Trabajadores cesados del Congreso vs. Perú”).
Una primera respuesta jurisprudencial que intentó superar este dilema fue
reconocer, mediante la aplicación analógica del artículo 107 del Código
Electoral, la posibilidad de que las resoluciones sancionatorias que dictara el
TSE fueran susceptibles del recurso de reconsideración (sentencia n.°
6290-E6-2011). Esa respuesta del año 2011 resultaba insuficiente a la luz del
estándar de los derechos humanos, puesto que eran los mismos magistrados que
sancionaban quienes, posteriormente, conocían del indicado recurso.
6. Acción y reacción.
Es en este contexto que la Sala Constitucional interpreta, en el indicado voto
n.º 2014-17833, que las resoluciones del TSE que cancelen credenciales de
funcionarios de elección popular no son verdaderas sentencias electorales y
resultan, por ello, debatibles en la jurisdicción contencioso-administrativa (al
menos cuando se funden en la comisión de hechos constitutivos de acoso sexual);
esto por cuanto, a su juicio, se trata de materia “típicamente administrativa, y
no electoral” (así reiterado por la Sala en el voto n.º 2017-20014).
Esta manera de ver las cosas es, desde mi punto de vista, equivocada. Supone, en
primer término, restringir la competencia de la jurisdicción electoral mediante
una visión estrecha de la materia electoral, en contradicción con una sólida
doctrina de ambos tribunales, desarrollada desde el siglo anterior.
En efecto, la resolución del TSE n.º 4 de las 9:25 horas del 3 de enero de 1996
ya apuntaba:
Por obvio que resulte, es preciso dejar claro que al decir la Constitución
Política actos relativos al sufragio, dentro de la competencia atribuida al
Tribunal, no sólo se comprenden los propios de la emisión del voto, sino todos
aquellos descritos por la propia Constitución o en las leyes electorales y que,
directa o indirectamente se relacionen con todo el proceso electoral.
Días después se agregaba:
La naturaleza jurídica de la credencial y el manejo que de ella hace
constitucional y legalmente el Tribunal antes y durante su entrega al
funcionario electo, pudiendo incluso no hacerlo en los casos expresamente
señalados, constituyen elementos indicadores de una competencia implícita para
cancelarla con posterioridad, cuando su titular viole las prohibiciones
establecidas en la propia Constitución bajo pena de perderla … Por estas
razones, no deben ser extraños al derecho electoral los hechos posteriores al
sufragio atribuidos a un diputado o a otro funcionario de elección popular y que
la propia Constitución sancione con la pérdida de su credencial. (Resolución n.º
38-96 de las 9 horas del 10 de enero de 1996).
En absoluta concordancia, la sentencia de la Sala Constitucional n.º 2000-6326
señalaba que:
…la actividad electoral comprende las de organizar, dirigir y fiscalizar todos
los actos relativos con el proceso de elecciones nacionales (sentencia número
0653-98), la cual se desarrolla en actividades tales como las siguientes: la
regulación de las normas que rigen la deuda política, así como el control que
sobre esta materia tiene el Tribunal Supremo de Elecciones (0980-91, 3666-93,
0515-94, 0428-98); el control de las regulaciones estatutarias relativas al
derecho de elegir y ser elegido en los procesos internos de los partidos
políticos (sentencia número 3294-92); la integración del Concejo Municipal, la
declaratoria de la elección y las posteriores sustituciones por pérdidas de
credenciales de los regidores y síndicos municipales (sentencia número 2430-94);
la tramitación del proceso contencioso electoral para conocer de la cancelación
o anulación de credenciales de regidores municipales (sentencia número 0034-98);
... y la determinación por parte del Tribunal Supremo de Elecciones de donde
realizará la celebración solemne el día de las elecciones, para el conteo
inicial de los resultados de las elecciones nacionales (0563-98).
En segundo término, estimo que el criterio sentado por la Sala a partir de 2014
es erróneo también por desconocer el expreso encuadre legislativo de este tipo
de asuntos como jurisdiccionales y no en el campo del derecho administrativo
sancionador. Nótese que la Constitución no impone considerar el ejercicio del
ius puniendi estatal únicamente dentro de la esfera administrativa (lo que
conllevaría el absurdo de estimar como inconstitucional la existencia de la
jurisdicción penal), sino que lo deja al prudente arbitrio de la representación
popular.
Pero lo más grave es que, al perfilar como administrativa -y no jurisdiccional-
la intervención del TSE en los procesos sancionatorios en general,
innecesariamente la Sala provoca una situación contradictoria con el precedente
establecido en el 2011 por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, caso
“López Mendoza vs. Venezuela”, que demanda la intervención de un juez para poder
suprimir o suspender el derecho al sufragio pasivo. Y ello está involucrado en
los procesos de beligerancia política, que constitucionalmente está sancionada
con la destitución del responsable y su inhabilitación para ejercer cargos
públicos por no menos de dos años (art. 102.5).
En el fondo de la cuestión está la circunstancia de que la Sala no considera el
sentido último de involucrar al TSE en estos procesos sancionatorios. No es otro
que el de privar a la administración (Contraloría General de la República,
concejos municipales o cualquier otra instancia) de la autoridad para hacer
decaer anticipadamente el mandato popular del electo. Esa posibilidad se reserva
constitucionalmente al juez electoral, cuya figuración lo es a título de
garantía y en protección del sufragio que generó el vínculo representativo.
En esta coyuntura, el TSE reaccionó reivindicando lo que entiende es su espacio
de actuación autónoma como juez especializado. La defensa de su independencia
frente al Poder Judicial en general, garantizada constitucionalmente, la
emprendió con sobriedad y sin escándalo público, pero sí de manera clara,
precisa y contundente.
Esa defensa se formalizó, especialmente, con el dictado del decreto n.º 5-2016
del 2 de junio del 2016, por cuyo intermedio se promulgó el “Reglamento de la
Sección Especializada del Tribunal Supremo de Elecciones que tramita y resuelve
en primera instancia asuntos contenciosos-electorales de carácter sancionatorio”
(RSE).
Sus considerandos confrontan la posición de la Sala al indicar expresamente que,
en virtud del principio constitucional de irrecurribilidad de sus disposiciones
electorales, las sentencias de la justicia electoral no pueden ser discutidas en
sede judicial. En una ocasión posterior, el TSE aclaró que un juicio
contencioso-administrativo solo cabría en orden a fijar responsabilidades por lo
previamente resuelto, pero sin posibilidad de revertir la decisión electoral
propiamente dicha.
El decreto también fundamenta la creación de la Sección Especializada a partir
de un examen de convencionalidad de las reglas procesales, en procura de
armonizarlas con la garantía prevista en el numeral 25 del Pacto de San José.
La Sección Especializada está integrada por tres magistrados suplentes que se
renuevan semestralmente (arts. 2 y 3); sus sentencias son impugnables (por
intermedio del recurso de reconsideración) ante el pleno propietario (arts. 11 y
14, RSE). Es decir, compete a esa Sección resolver los procesos sancionatorios
en general y por las vías procesales ordinarias, pero dejando al margen a los
magistrados propietarios, quienes posteriormente podrían conocer del asunto en
fase recursiva. Con ello, las decisiones definitivas se mantienen dentro de los
linderos de la jurisdicción electoral, pero otorgando a las partes un “recurso
ágil y sencillo” que ampare sus derechos y garantizando que este sea conocido
por jueces que no hayan adelantado su criterio sobre la cuestión justiciable. En
suma: procesos sancionatorios que, sin salir de la órbita del TSE, se articulan
en dos instancias, para conciliar así la regla constitucional de
irrecurribilidad (externa) y el derecho reconocido en la Convención Americana
sobre Derechos Humanos.
7. Reflexión final.
Iniciamos este trabajo con Newton, utilizando como metáfora descriptiva su
tercera ley del movimiento. Quiero terminarlo recurriendo a la primera de esas
leyes, la de la inercia, que plantea que todo cuerpo permanece en su estado de
reposo o movimiento uniforme, a menos que sobre él actúe una fuerza externa.
Esta ley nos brinda, también metafóricamente, un valioso recordatorio: que la
problemática que aqueja a los jueces electorales de la región no se resuelve por
sí sola. Si no nos ocupamos de ella, si no le atravesamos nuestros cuerpos,
inercialmente continuará y podría incluso agravarse. No nos perdonaríamos, a la
larga, que nos mantengamos impasibles viendo cómo se siguen corriendo los
mojones y se estrecha nuestro fundo competencial, desdibujándose el rol que
juramos desempeñar.
No estoy sugiriendo, aclaro, llamar a una bochornosa guerra santa entre jueces.
Más bien propongo no esconder la basura debajo de la alfombra, sino afrontar
asertivamente la cuestión. Con respeto, pero también firmeza.
Esto significa hacernos oír fomentando el debate dentro y fuera de la academia,
cosechando aliados de camino, sensibilizando a nuestros pueblos del papel
crucial que nos encomendaron y ejerciendo, con valentía y creatividad, el
espacio de actuación autónoma que las constituciones nos ofrecen y garantizan,
aun frente a la jurisdicción constitucional.
La realidad de cada país de América Latina impone un distinto sentido de
urgencia y aconseja cursos de acción diversos. Corresponde a cada uno de
nosotros determinarlos con sabiduría.
Sea cual fuere el escenario particular que enfrentemos, nunca hemos de olvidar
la pertinencia que en democracia tiene el diálogo, como forma civilizada para
intentar persuadir y como base que es de una convivencia armónica. La verdad es
que los jueces de uno y otro lado no debemos vernos como adversarios; nos une,
como aliados, la causa común de la preservación y el fortalecimiento del Estado
constitucional y democrático de derecho, que el siglo XXI latinoamericano somete
a viejas y nuevas acechanzas. Debemos acercarnos para permitir que aflore la
natural empatía entre sus mejores guardianes, luego de compartir con franqueza
nuestras justificadas preocupaciones.
Esa empatía consolidaría un esfuerzo responsable y compartido para zanjar el
desencuentro; esfuerzo que debe aprovechar cada oportunidad que se presente para
tender puentes de plata.
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Tribunal Supremo de Elecciones de Costa Rica (1996). Resolución 038-96 del diez
de enero.
*
Este artículo tiene como base la conferencia que, con el mismo título,
impartió su autor el 18 de octubre de 2018, en el Primer Congreso
Internacional de Justicia Electoral y Valores Democráticos, celebrado en
Santo Domingo, República Dominicana. Aparece también publicado en el
número 27 de la Revista de Derecho Electoral.
**
Costarricense, abogado, correo
lsobrado@tse.go.cr.
Licenciado y doctor en Derecho por la Universidad de Costa Rica y la
Universidad Complutense de Madrid, respectivamente. Magistrado
propietario del TSE a partir de 1999. Ocupa la presidencia del organismo
electoral costarricense desde el año 2007 y es el director de su Revista
de Derecho Electoral. Con anterioridad a su ingreso al TSE, había
desempeñado otros cargos públicos en la Procuraduría General de la
República y en el Ministerio de la Presidencia. Tiene más de tres
décadas de ser profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de
Costa Rica y desde 1993 coordina la respectiva Cátedra de su Facultad de
Derecho. Autor de los libros La
justicia electoral en Costa Rica (San José: IJSA, 2005),
Democratización interna de los
partidos políticos en Costa Rica (San José: FLACSO, 2007),
Elecciones y democracia (San
José: IFED/KAS, 2014), Para
entender el Tribunal Supremo de Elecciones y la justicia electoral
(San José: IFED/KAS, 2018) y de numerosos artículos en revistas
especializadas.